Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

lunes, 9 de mayo de 2016

¿Acaso estamos en guerra y yo no me he enterado?

Albersidades

Pan y cebolla

Pan y cebolla


Peter Albers
Una leyenda urbana afirma que la sopa de cebolla, 
tradicional plato francés, tuvo su origen cuando 
alguna terrible guerra, durante la cual hubo tanta pobreza 
y escasez de alimentos que el pueblo recogía entre 
los basurales cualquier cosa que le sirviera de alivio 
a su hambre. La cebolla, por ser de fácil cultivo, era 
abundante; y los ricos (los pocos que quedaban y que 
siempre se han beneficiado de las guerras) la echaban 
a la basura tan pronto comenzaba a podrirse, y por su 
mal olor era fácilmente detectable por los olfatos 
de los más hambrientos (el hambre agudiza los sentidos, 
dicen). Para poder ingerirla, la caramelizaban con 
azúcar de remolacha antes de hervirla junto con 
algún resto de carne medio descompuesta que encontraran. 
Un poco de queso rallado, también de fácil 
consecución, para disimular el mal olor de la cebolla y 
la carne, y ya tenían los damnificados del conflicto algo 
para llenar sus vacíos estómagos.
La verdad es que tan triste origen de la sopa de 
cebolla no es cierto; por el contrario, es un misterio. 
Otras historias dicen de reyes y príncipes que la 
degustaron por primera vez en alguna posada de 
algún camino. Pero la tradicional sopa, tan sabrosa y 
alimenticia, remonta su genealogía a muchos siglos 
atrás, cuando era un plato muy popular, por la facilidad 
ya dicha del cultivo de este bulbo de la familia de 
las liliáceas. Pero la primera versión, aunque falsa, 
se ha hecho creíble porque parece una explicación 
sensata de una solución posible en tiempos de hambrunas 
y cuando el estómago clama por algo que lo llene.
Lo que sí es cierto es lo que me contó una vez mi 
padre sobre la situación en Alemania, su tierra natal, 
después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) 
cuando a ese país le hicieron pagar por los daños 
que había causado durante el conflicto. La situación 
económica era desesperada, con una inflación galopante, 
hambruna, desempleo, y una desesperanza en el futuro 
que después supo capitalizar muy bien Hitler 
para llevar nuevamente a los alemanes a la locura 
de la Segunda Guerra Mundial. Contaba mi padre que 
mi abuela lo enviaba a la panadería en busca de, por 
supuesto, pan. Cargaba una bolsa de papel, que era 
la misma que siempre iba y venía entre la vivienda y 
la panadería: de ida, llena de billetes devaluados, que 
el panadero vaciaba sobre el mostrador sin siquiera 
contarlos, para llenarla a su vez de pan.
Últimamente construyo en mi mente un drama, en cuyo 
primer acto un adolescente entra en escena: camina 
por una calle de Hamburgo con una ajada bolsa de 
papel llena de billetes, sale por el otro lado, y 
regresa con la misma ajada bolsa de papel, llena 
de pan. En el segundo acto, al subir el telón, vemos a 
un andrajoso hurgador de basureros buscando entre 
la basura de una calle de Paris una cebolla con que 
hacerse una sopa, tal vez su primer alimento en días. 
Hace mutis por la derecha con cara entre feliz 
y resignada, enseñando su trofeo al público.
Todavía no he llegado a verme como protagonista 
de este segundo acto, pero últimamente me he 
sentido como actuando en el primero. Es al momento 
de pagar, tras una interminable cola, una mano de 
cambures, medio kilo de tomates, algunas hortalizas, 
un poco de queso, un insecticida, salchichas y dos 
panes rebanados. Ahora no es una bolsa de papel llena 
de billetes, pero allí quedaron el bono de alimentación 
de un mes, y un buen mordisco a una casi agónica 
tarjeta de crédito por el resto que no alcanzó a cubrir 
el bono.
¿Acaso estamos en guerra y yo no me he enterado?
peterkalbers@yahoo.com
@peterkalbers

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